Un elemento central en todo programa de pensiones son las inversiones, que no son otra cosa que las cotizaciones acumuladas de los asegurados, puestas a producir en forma rentable y con los menores riesgos posibles.
Un sistema que no invierta, al final no podrá pagar más que lo que recibió. Con ese dinero, cuyo poder adquisitivo ha sido carcomido por los años y la inflación, no es posible una pensión para nadie. Los fondos deben invertirse para que crezcan, ¡ese es su fin!. Esto es una verdad de a puño en cualquier sistema, ya sea de beneficio definido o de capitalización individual.
Así, los elementos críticos de cualquier régimen de inversiones son, por una parte, la filosofía y la estructura de ese régimen y, por otra parte, el manejo correcto y certero de la cartera de inversiones.
La primerísima reflexión filosófica que debe tenerse al diseñar un régimen de inversiones es que, estamos hablando de un sistema de ahorro cuyo principal objetivo es preservar el capital del asegurado y de allí, obtener un retorno que no comprometa ese capital.
Esta consideración es fundamental porque a menudo se vocifera a favor de “el fin social” o de “la vocación desarrollista” de estos fondos, señalando que deben orientarse a programas, que si bien tienen mérito social, no tiene las características de riesgo o retorno para calificar como una inversión pensional.
Y ya la experiencia lo demuestra. Cuando se orientan platas de pensiones a causas “sociales” o proyectos “de desarrollo”, no solo no se logran tales proyectos, sino que nos comemos una buena parte del futuro de esas pensiones. Es duro, ante las realidades políticas y populistas, mantener los fondos “químicamente puros”. Alguna vez, puede haber proyectos o instrumentos idóneos dentro unos emprendimientos desarrollistas, en lo que puede invertirse una pequeña porción de las inversiones, cosa que, su posible fracaso no ponga en riesgo los retornos totales de la cartera.
Otro tema que suscita mucho debate en la filosofía de los fondos es la diversificación territorial. ¿Deben ser los fondos de los trabajadores nacionales, invertidos en el exterior ayudando otras economías? ¿O solo se deben invertir en el país que los genera? Esta disyuntiva es muy delicada. Una fuente importante del crecimiento de los países se forma con el ahorro interno, como las pensiones. Pero, por otro lado, “poner los huevos en una sola canasta” es violar un principio cardinal de un buen régimen de inversiones.
En adición, la retención de un flujo de ahorro pensional creciente, en una economía con limitadas oportunidades de inversión o mercados financieros poco profundos, siempre acaba recalentando la economía o disparando el precio de los activos invertibles, bajando su retorno e incrementando la volatilidad del mercado. Aquí nuevamente, una clara y bien diseñada política de diversificación geográfica es crítica para determinar porcentajes o criterios de asignación.
Bajando de lo filosófico a lo material, el nivel siguiente del diseño de una cartera es la determinación de los riesgos que puede y debe asumir el fondo. La salida favorita es concentrar las inversiones en instrumentos muy seguros- mayormente riesgo soberano- y así tener una cartera “conservadora”.
El problema con este enfoque es que, los fondos acaban concentrados en depósitos bancarios y títulos de renta fija como bonos o participaciones hipotecarias con retornos anuales, pero sin ninguna apreciación del monto invertido. Esta inversión, más bien se achica, cuando analizamos como la inflación y el aumento del costo de vida deteriora su poder adquisitivo. Y si encima, solo invertimos en papeles de alta seguridad, los retornos anuales serán aún más pequeños. Con estas tasas “seguras” pero negativas en términos reales, acabamos con ahorros pensionales insuficientes. Lo peor de todo es que, esa es la filosofía prevaleciente en muchos países y enforzada a todo vigor por las propias autoridades.
Para que un fondo de pensiones crezca debe invertir en activos que generen crecimiento además de retorno. Esto incluye los instrumentos de renta variable como acciones, bienes raíces e incluso materias primas. En estos activos, no siempre los valores suben y hay riesgos mayores de deterioro de capital, pero es indispensable tenerlos en la cartera del fondo. En nuestros países se demonizan las inversiones de renta variable sin haber argumentos de peso y negando la evidencia histórica del crecimiento de estos valores en casi todos los mercados del mundo. Aquí nuevamente no es un asunto de blanco y negro, sino de cuáles son los óptimos tonos de grises, ahora y a lo largo de la vida del fondo.
Una fórmula muy socorrida para resolver los dilemas que plantean la diversificación geográfica, la diversificación en activos de renta fija y renta variable y en la inversión en proyectos de impacto social, es asignarle porcentajes a cada clase de activos con algún rango de variabilidad. Es una solución fácil de aplicar, pero su rigidez puede ser peligrosa. Es mejor construir la cartera en base al riego retorno deseado y las proporciones serán lo que resulten. Nunca olvidemos que estos fondos son para proveer una vejez digna a los cotizantes.
Para construir una buena cartera de inversiones, deben adoptarse claras normas prudenciales. Estas equivalen a la ruta de navegación de la gestión patrimonial, Las normas buscan darle los gestores o administradores de la cartera, guías que van desde la identificación de conflictos de interés en la gestión hasta criterios para determinar la cartera y riesgos de las inversiones. Igualmente, las normas prudenciales crean los mecanismos para que los fondos tengan los controles internos y se reduzca al mínimo la discrecionalidad y la subjetividad en la política de inversión. Todo fondo debe tener normas claras y, a menudo, los descalabros en el manejo de pensiones, se deben a la falta de normas prudenciales o a la violación de las mismas.
Y hasta aquí, habiendo construido la estructura conceptual del fondo, llegamos al momento de construir la nave de los instrumentos, la cartera de inversión. Este tema merece un artículo aparte.

